La Generación X ha sido un gran camaleón, adaptándose a una revolución sin precedentes en la forma de trabajar, interactuar y concebir el mundo. Sin embargo, los cambios externos muchas veces resultan más fáciles que soltar las mochilas emocionales y hábitos arraigados desde la niñez.
A medida que nos acercamos a la segunda mitad de la vida, alcanzar la plenitud implica dejar atrás pensamientos limitantes, creencias obsoletas y viejos resentimientos. No hay botox ni cirugía que actúe sobre la psiquis, y pocas cosas igualan la satisfacción de dominar nuestros propios demonios y apostar por el crecimiento personal.
Muchos atravesamos una crisis en la mediana edad: se derrumban los antiguos paradigmas y emergen nuestras verdaderas necesidades y anhelos. Como muchos nacidos en los 70, crecí moldeada por las expectativas sociales, familiares y culturales del lugar donde nací. No fue sino hasta los 40 cuando comencé a hacerme preguntas que debí plantearme a los 20: ¿Qué me gusta realmente?, ¿qué me hace feliz?, ¿cuáles son las cualidades no negociables de las personas con las que quiero compartir mi vida?

Tras años de terapia tradicional, conocí a un venezolano en el ocaso de su vida, exiliado político en Madrid, quien me introdujo al pensamiento del médico Eric Berne, padre del análisis transaccional. Para alguien ajena a la psicología, fue todo un descubrimiento. Berne, con un lenguaje simple, ofrece herramientas para el cambio personal y la mejora en nuestras relaciones.
Según el psiquiatra, nuestro ego se manifiesta desde tres estados: el niño, el padre y el adulto. En hogares con figuras paternales sanas y empáticas, el niño florece y, en su adultez, se comunica desde la madurez. Pero si crecimos bajo mandatos rígidos o con adultos poco nutritivos, ese niño puede sobreadaptarse y desconectarse de su esencia.
Estos estados del ego son fundamentales para entender las relaciones humanas. El padre representa las actitudes, creencias y comportamientos que hemos absorbido de las figuras con autoridad en nuestra vida (padres, tutores, maestros, etc.). Si ésta era crítica, nos puede llevar a creencias limitantes o mandatos obsoletos. El desafío radica en darse el amor y la compasión no recibida, entendiendo que uno hizo lo que pudo para adaptarse y sobrevivir a su realidad.

El niño contiene nuestras emociones, creatividad y heridas de infancia. Puede ser libre o adaptado, según el entorno en el que creció. Aquí aparecen los temores al abandono, al rechazo, y también la capacidad de disfrutar, crear y sentir placer. Dependiendo de qué tipo de infancia tuvimos predominará uno u otro.
Finalmente, el estado adulto es el que analiza con objetividad, toma decisiones sabias y no se deja arrastrar por los patrones de la infancia. Desde ahí es posible sanar, comprender nuestras reacciones y tomar responsabilidad por lo que queremos construir hacia adelante, entendiendo que todos somos producto de nuestra crianza y circunstancias.
En el análisis transaccional de Eric Berne, los tres estados del “yo” deben estar en equilibrio para tener relaciones sanas. Si domina el niño, podemos actuar impulsivamente. Si predomina el padre, podemos ser demasiado críticos o autoritarios. Y si el adulto no está al mando, tendremos dificultades para resolver conflictos o tomar decisiones conscientes.

El gran reto de esta etapa es abrazar a ese niño interior, cuestionar al padre interno y fortalecer al adulto. No se trata de un cambio superficial, sino de una transformación profunda, para florecer en lo que queda por venir.
La recomendación de Berne para AlgoPorVenir sería que no somos el guion que creamos para adaptarnos a nuestra realidad. Podemos entenderlo, reescribirlo y construir una historia distinta, donde lo mejor aún está por llegar.